Veintisiete de Julio

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Asintomático

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Llegé a febrícula. El estómago gozaba de cierta fuerza centrípeta. ¿Algo que comí? ¿El inofensivo y fortificante jugo de naranja que tomé, apurado, en un descanso del trajín facultativo? ¿Noticias, esperas? No lo sé. Decidí soportar lo más que pude.
El cuerpo es el límite, uno piensa. Y despues de circunstancias para nada agradables, vuelve a su estado, digamos, equilibrado. La tan llamada normalidad. Pero mi curiosidad pudo más. Dentro de mi cabeza descollaba una orquesta de fuegos artificiales adulterados, temiendo que, en cualquier momento, cedieran las fajas de seguridad. Los ojos estaban perdidos y lagrimosos, mi revolución intestina habia llegado. Altruísticamente, no me liberé de ella tan rápido como uno quisiera en el mismo lugar.
Los segundos pasaban, y la desesperación se tradujo en gritos. Primales, directos. Los pelos se crisparon, como un escudo, una barrera protectora. Las paredes ahogaban y decidí aproximarme (con muy pocas fuerzas) al balcón. La ropa incomodaba, me oprimia, ya no era necesaria. Las cadenas, los piercings, los colgantes militares, el celular, el reproductor de mp3, los auriculares. Volaron en un intento instintivo. El profundo pelaje ocupó todos los lugares. Mi cabeza despresurizó. Era libre.
En el reflejo de la chapa fria de marzo me pude ver. Mis dientes se revelaban brillosos, puntiagudos, dibujando un grito aullido estridente. No sé si mi familia escuchó. Yo ya me alejaba, varios techos de distancia.

AKA